Día 3. 2024.3.7
Camino Huelva (y los flecos de ayer)
Continúa. Decíamos ayer….
…que salimos escopeteados de
Riotinto tras la rotura del tren. Improvisación geográfico-gastronómica: unas
tortillas españolas con empanadas cordobesas nos sirvieron para salir del
atolladero. Una cadena humana magnífica (Sara y
Yasmin, de camareras, el profe de pinche y la profa de chef) nos permitió hacer bocadillitos y montaditos
en plan industrial. La cadena de montaje H. Ford se quedó corta y primitiva en
comparación a la industria en movimiento que conseguimos articular (las curvas
nos las pasábamos por ahí abajo –por las ruedas, no seas malpensado-). Vaya
engranaje. Comidos. La bebida la tuvo que poner cada cual. Evaluación: “- ¿Qué
tal nenes? ¿Bien? - Maestro, de sobra. Bien, gracias. –Esta noche apuramos más
la cena, ¿vale? –Claro, claro, no te preocupes, maestra; ha estado todo muy
bien”.
Sin tiempo para dar una cabezada,
Aracena se dibujaba en el horizonte, un chorreón blanco cual cagada de perdigón
en medio de una morena sierra a la que le ha hecho bien la lluvia del invierno,
que aquí es sensiblemente mayor que en nuestra Córdoba. Antonio, nuestro mejor
chófer, se fajó para negociar curvas más astutamente que Antonio Albacete, el
gran camionero de España, el ganador de tantas carreras. Antonio, nuestro
Jiménez, que ya venía doctorado al volante, se hizo emérito en tan serpenteante
ruta. Antonio es canela en rama, calidad profesional by Pérez Cubero (de la calidad humana mejor no escribir mucho porque,
si no, no terminamos esta galerada).
Aracena es bonita donde las haya.
El castillo y su ‘mazmorra’ natural de las Maravillas eran nuestro vértice
geodésico. La psicodelia de formas kársticas se abría como las páginas de un
viaje al centro de la Tierra verniano. No estuvo el gran Jules por aquí que
sepamos. Formas misteriosas que el agua ha ido labrando durante cientos de
miles de años, carbonato cálcico disuelto y esculpido por una gravedad que
juega caprichosamente con el agua y el agua con la roca. Abanicos, cortinas, estalagmitas
y estalagmitas, formas orgánicas fálicas en un juego de claroscuros
contrastados con embalsadas turquesas. Santi, el guía, nos permitió una foto de
grupo haciendo un favor, pero mira por dónde la máquina réflex entró en pánico -creemos
que sería- y comenzó a disparar descontroladamente. No quería perderse una. Uno
de las tareas que les pedimos en el cuaderno de campo al alumnado era la
percepción, qué sientes cuando uno circula como un leucocito por la corriente
sanguínea, como un buitre leonado en una ascendente térmica primaveral. Y lo
cierto es que es un momento intransferible. El silencio, ya que la oscuridad
natural nos impediría el avance, debe ser nuestro fiel acompañante para poder
interiorizar el sentir de nuestro sostén vital, la Tierra por dentro. Las
entrañas de la madre Tierra nos acogían en su seno a modo de útero placentero y
placentario.
Alguna alumna no pudo penetrar en
la caverna, entró en un sucedáneo de pánico que le impidió cruzar el sumidero
de hombres. Alguna otra hubo que auxiliarla para que la humedad, la sugestión y
el asma no le hiciera pasar un mal trago. Nada nuevo en el subsuelo (es que
aquí no pega escribir ‘Nada nuevo bajo el sol’). No es fácil aceptar que sobre
tu cabeza millones de toneladas de caliza, por bellas que sean, son una pesada
montera.
Volvimos sobre nuestras rodadas. El
viaje (el que o la que no quiera leer este párrafo por escatológico, que se lo
salte) lo aprovechamos para reflexionar sobre otro valor geográfico: la
adaptabilidad. Nos ponemos terrenales: si te entra ganas de hacer tus necesidades,
si no te queda más remedio que cagar -que caga todo el mundo, que nos cagamos a
diario y no precisamente de miedo-, cómo es que nos negamos a hacerlo donde nos
pille. No puede ser. Hay que dar de vientre en cualquier coordenada geográfica, en el pincho de una pita. El geógrafo tiene que ser abierto de mente y de todo (los esfínteres no pueden
esperar a que nos dé un parraque, un telele o una marraquia). No entramos en
detalles porque fueron un lujo de ellos. Imagínense. Alguna que otra risa se
oteó entre las butacas. Arcadas, ninguna. Cuando la cosa aprieta, en fin, hay
que aliviar el viaje.
A la hora y pico, las banderas ondeantes de nuestro hogar, bajo unos celajes que presagiaban el frente polar, hacían que el día fuese cerrando el programa. El cielo ya lo hacía por si mismo. La carta de ajuste la echamos con la cena (croquetas, pollo, patatas, ensalada y algo de fruta).
Paco, el rudo guardián del fortín campero, vino a dar vuelta, ronda de
noche. Su vida, la nuestra, las intercambiamos. Confesiones de desconocidos que
parecíamos no serlo. El ordenador nos alumbraba lastimero a través su pantalla
amarillenta queriendo ya poner punto y final a tanto rollo de un día que fue ya
no era imaginado, era vivido, era inolvidable.
2024.3.7. Amanece. La noche fue
tranquila. El desayuno se retrasó como premio merecido (9’15). Huelva, la
capital, era el destino cercano que no nos obligaba a apretar el cronógrafo.
Mal que bien, las mesas se macizaron de esmayados adolescentes devoradores de
todo lo que se les ponga por delante. Sin exageraciones, comen bien, comen como
deben para tener la energía que les permita regar la cabeza. ¡Familias!,
recogen de maravilla (la cueva homónima, la de Aracena, se queda desdibujada si
la comparamos con lo que hacen cuando se les convence –o se les obliga, que es
peor-, espectacular cómo cumplen con su responsabilidad de mirar por el
retrovisor. El desayuno ya sabemos de qué iba (leche,…no me hagáis repetirlo).
Salida para Huelva a las 10’15.
Llegó la hora del cuaderno de campo diseñado ex professo. Hay de todo: Geografía de la percepción y del
comportamiento para realizar sendas urbanas; cortes topográficos para saber
cómo andamos por la cavidad (por si nos sale algún espeleólogo de esta panda);
reflexiones personales sobre la interioridad del interiorismo cavernícola;
bosquejos y croquis de territorios panorámicos o de escala de detalle;
localizaciones en distintas cartografías; cartografías ruteras; cálculos
matemáticos sobre velocidad; distinciones sobre lo natural y lo antrópico;
valoraciones maniqueas entre bueno-malo (positivo-negativo); cotejos meteorológicos;
estructuración gráfica del conocimiento investigado; reflexiones sobre la
experiencia geográfica. Los asustamos sin pretenderlo, pero hasta el día de hoy
(estaba todo justificado), casi ni lo habían tocado, no le habían echado
cuentas. Tiempo para ello no había habido, cierto es. No era la primera vez que
les advertimos que el viaje es sinónimo de superación de los criterios. La
observación docente tiene que venir acompañada de la rendición de cuentas. O
cuadernillo solvente o suspenso al canto. Sin negociación ni misericordia. El
viaje es de estudios. Cachondeos en sus justas medidas.
Al pasar Mazagón, el frente lluvioso
tocó autobús (como cuando decimos que el tornado toca tierra, pues igual).
Jarreaba. El diluvio de Noé nos daba la bienvenida entre Moguer y Palos de la
Frontera. Se hizo la calma, pero Antonio tuvo que batirse el cobre para zafarse
de tan opaca cortina de agua. Ni el cobre de Aracena ni las filtraciones del
cerro del castillo fueron tan súbitas como la afrenta que el cielo le estaba
haciendo a la nave de Antonio, el capitán (me imaginaba a Antonio cual
Cristóbal (Colón) luchando contra las adversidades en la proa cada uno de su
nave, una llamada Mercedes-Benz, la otra Santa María).
Un fray nos llamaba por teléfono
para saber de nuestra existencia. Amable hombre que se interesaba por nuestra
travesía. Lo calmamos (Nos suelta sin dejarnos terminar: “Oiga, usted es Pedraza, ¿verdad? No será usted pariente
de….”. La conversación se cortaba, no sé si por la edad de mosén o por el
tormentazo bajo el que navegábamos). El
turbión fue de aúpa.
Olivia nos atendió en el Monasterio de Santa María de la Rábida. Nos recordaba
muy mucho a una antigua compañera de departamento, una tal Valle, más que en lo
físico, en el trato, en los gestos, en sus dicciones. Nos hizo una guía
inmejorable. Nos contó la presencia del genovés en el convento franciscano, las
intrigas con Fray Juan Pérez, mecenas que lo puso a los pies de Doña Isabel de
Castilla, la poderosa reina peninsular triunfadora en Granada. Vimos cuadros,
firmas variadas del descubridor, miniaturas de la escuadra náutica, el
refectorio, la sala capitular, una recreación del dormitorio colombino,
banderas y tierras de los países iberoamericanos, el propio edificio del
monasterio que se conserva en unas condiciones bastante aceptables. Por
supuesto, la capilla y la virgen de alabastro ante la que el almirante rezó (a
los pies de la misma iglesia, descubrimos –ya que estábamos en esta clave
aventurera- un San Rafael precioso compuesto en vidriera). Entramos pingandito,
nos secamos en el recorrido por el claustro y dependencias monacales, y salimos
con un medio sol radiante que nos dibujaba un precioso día para transitar (flanear,
nos gusta decir cuando vagabundeamos sin rumbo definido) por el entramado
urbano del centro onubense. Explicamos a grandes brochazos el devenir
urbanístico de la capital más occidental de Andalucía a la altura del estadio
Nuevo Colombino, ciudad secundaria que despertó de su letargo marinero y
agrario con el polo químico del Plan de Estabilización de 1959, que se llenó de
petroquímica, de humos, pestilencias y desechos, pero que hoy ha cambiado su
color, su olor y su sabor. Recomendable la visita a una urbe tranquila,
apacible, de escala humana, que ha visto renacer su paisaje urbano en una reinvención
que hay que conocer de primera mano gastando suela.
No queríamos dejar pasar la
ocasión para recoger aquí que cuando nos despedíamos de Olivia, justo en la
tienda de souvenirs, nos dice que tiene una amiga cordobesa que también es
profesora de Historia en Córdoba, que se llama Valle, que era nieta del poeta
Mario Villalba (a la postre era el eminente Mario López, el bujalanceño), y que
la quería mucho. Sorpresa. Resulta que Olivia, la que le daba más que un aire a
Valle cuando la conocimos, era amiga del alma de nuestra guía. No se nos
ocurrió otra cosa que mandar un selfie y una grabación: “Cucha, Valle, que
estamos en la Rábida….”. Dos cruces Tau, de colgante, de los franciscanos que
estábamos comprando, nos la regaló. Cuando decimos que el mundo es un pañuelo y
que hay que tener cuidado con lo que se dice, es que es verdad. De Valle, todo
bueno. Valle, besos.
Tras pasar la punta del Sebo
(donde se unen los ríos Tinto y Odiel en una amplia ría, con la isla de Saltés
al fondo, donde Adolf Schulten quiso ver Tartessos), paramos a la vera del
Senator. Bajamos hacia la plaza de las Monjas, centro neurálgico de la vida
provinciana y capitalina, y rienda suelta, tiempo libre. “-Que no hay que
gastar mucho. –Que nadie puede quedarse solo/a. –Que no vayamos a tener un
problema con nadie. –Que hay que ser amables y respetuosos. –Que nos vemos a las
17 horas bajo este mismo magnolio”. Todos movían la cabeza como el gachón del
tren de ayer. Parecían súbditos nipones saludando al Emperador del Sol Naciente.
Escena de cine. Algunos estarían, en esa acompasada reverencia, diciendo para
sus adentros lo que mi madre decía cuando algo no le cuadraba: “Que sí, Madrid”
(haré lo que quiera; si has dicho que pida un choco, comeré un pedazo de
hamburguesa; si has dicho que veamos el patrimonio, veremos escaparates).
Tomamos la ciudad, nos
mimetizamos con el paisanaje. La profa y el profe circularon por la Concepción,
por la Catedral (carraspeo, ¡uy con la catedral!, pero cada uno tiene lo que
quiere o puede, y no hay que meterse en casa ajena –en este momento nos pegamos
un tironcillo de orejas, más cuando el obispo Santiago es cordobés [confiamos
en que no leerá esta bitácora, aunque el mundo, como ya hemos visto, es un
pañuelo]-).
Un heladito que compramos –que no
resultó ser la delicia esperada para nuestro paladar, pero sobre gustos ya se
sabe- nos sirvió para recibir a la formal muchachada bajo el enorme ficus en la
plaza de marras. Puntuales (valores geográficos aprehendidos). Nos subimos
paseando con la tranquilidad de que estaba toda la cuadrilla enjaretada (la
profa María José por momentos cambió de color a un rosáceo que manifestaba que
la sangre le llegaba a la cabeza y que respiraba en una clara manifestación de
instinto maternal de ver que llevaba como mamá-pata a todos sus patitos/as
detrás).
Antonio, nuestro capitán, llegó
clavado. Ni los británicos que recorrieron estas calles fueron tan suizos. Un
clavo. Camino del camping, haciendo planes para la soleada tarde que nos
pertenecía. A la llegada, el cuaderno de campo comenzó a ser tomado en serio al
saber que mañana era pasaporte para la gloria. O entregas o nos atenemos a las
(nefastas) consecuencias. Un grupete no podía venir a Huelva y no echar una
pachanga futbolera, haciendo honores en el origen del deporte rey –eran ingleses,
escoceses, galeses y norirlandeses los que se dejaron caer por aquí- a tan
insigne tierra y mestizaje cultural. Un balón pagado en prorrateo en un chino
de Huelva nos sirvió para jugar en una playa ventosa en la que podían más las
ganas que la ventisca, vendaval por momentos.
Cenamos (patatas, filetes de
cerdo, salpicón, ensalada, pescada), y la fiestuqui que íbamos a hacer pasó a
mejor vida por culpa del frío eólico que nos dejó ateridos. Aquí el baile y el
cante pudo menos que el balón del chino. Cada mochuelo a su olivo, cabañas
cerraditas, calentitas (con la charla de fondo, todo de madera, y el viento
soplando que me tiene las manos engurruñidas, más parece esto un cruce de
calles –placita campista- del centro de Farnboroug o de Nottingham, con los
pubs todavía bullangueros), y la satisfacción de tenerlos todos/as a cobijo
sabiendo que están disfrutado como enanos –dicho por ellos/as-, vamos a cerrar
el quiosco por hoy. Mañana será otro día. Plan cumplido. La penilla se adueña
de los corazones. Esto se acaba. A lo lejos, hora de Cenicienta hace rato
franqueada, las luces se traslucen por las cortinillas de los cubículos. El céfiro atlántico, en
la oscura noche gélida, ruge ffffffufffff, ffffffuffffff, fffffffufffff.
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